El Talmud era originariamente el Código nacional de los judíos, pero los comentarios a ese cuerpo legal de doctrina alcanzaron una importancia y extensión tan grandes, que el Talmud llegó a convertirse en una especie de enciclopedia donde se recogía todo el saber judío y donde alentaba toda la tradición de la raza.
La herencia
Cierto ciudadano de Jerusalén que viajaba por Judea, cayó gravemente enfermo y fue llevado a una posada. Sintiéndose morir, hizo venir al dueño de la posada, y le dijo: —Me siento morir. Si después de mi muerte, viniera alguien de Jerusalén, reclamando los bienes que llevo encima, no se los entregues hasta que no te demuestre por tres actos de buen juicio, que es digno de heredarme. Dejé encargado a mi hijo ante de partir, que si me sobrevenía la muerte fuera de casa, necesitaría demostrar su talento antes de poseer mis riquezas.
El hombre murió y fue enterrado con arreglo a los ritos judaicos y se publicó la noticia de la muerte para que los herederos tuvieran noticia de ello.
Cuando el hijo supo la triste noticia, partió al sitio en que había muerto su padre. A las puertas de la ciudad encontró un hombre que vendía una carga de leña. La compró y encargó que fuera llevada al mesón donde se dirigía. El leñador, tan pronto como recibió el dinero, se dirigió a la posada y dijo:
—Aquí está la leña.
—¿Qué leña? —dijo el mesonero. —Yo no he encargado ninguna leña.
—Tú no, pero el hombre que viene tras de mí, sí que la encargó y la pagó; aquí le esperaré hasta que llegue.
Con esto, el hijo del difunto se preparó una buena acogida a su llegada. Este fue su primer acto de sabiduría.
El mesonero le preguntó cuando le vio entrar:
—¿Quién eres?
—Yo soy el hijo del viajero, que murió en vuestra posada, —contestó.
Preparáronle una buena comida y sirvieron a la mesa cinco pichones y un pollo. El dueño de la casa, su mujer, dos hijos y dos hijas se sentaron juntamente con él a la mesa.
—Sirve la comida, —dijo el posadero.
—No, —contestó el joven; —vos sois el dueño de la casa, y a vos os toca hacer las partes.
—Es que yo quiero que sirvas tú, puesto que eres el huésped, el hijo del comerciante. Vamos, pues, sirve.
Obligado el joven en esta forma, partió un pichón entre los dos hermanos, otro entre las dos hijas, dio el tercero al padre, y a la madre, y se quedó con los dos restantes. Este fue su segundo acto de buen juicio.
El dueño mostró extrañeza al ver esta distribución de la comida, pero nada dijo.
Entonces, el hijo del difunto partió el pollo. Dio la cabeza al dueño y a su mujer, las patas a los dos hijos y las alas a las dos hijas, y se quedó con el resto para él.
Este fue su tercer acto de buen juicio.
El mesonero dijo:
—¿Así hacen las cosas en tu país? Me he fijado en la forma de distribuir los pichones, y nada he dicho, pero al ver lo que has hecho con el pollo, quería saber su significado.
Entonces el joven contestó:
—Ya os dije que no era yo el indicado para servir, pero como habéis insistido, no he tenido más remedio que hacerlo y creo que lo he hecho bien. Vos, vuestra mujer y un pichón hacen tres; vuestros dos hijos y un pichón son también tres en número. Vuestras hijas y otro pichón también son tres, y yo y dos pichones también contamos tres; por tanto, creo que está bien hecha la partición. Con respecto al pollo, os di la cabeza a vos y a vuestra esposa, por ser ambos la cabeza de esta casa.
A cada uno de vuestros hijos una pata, por ser ambos los dos pilares de la familia que conservarán siempre su nombre, y di a cada una de vuestras hijas un ala, porque según ley natural, se casarán, emprenderán el vuelo y abandonarán el nido paternal. Me quedé con el cuerpo del pollo, porque parece una barca, pues en una barca vine aquí y en la misma pienso marcharme. Yo soy el hijo del mercader que murió en esta casa. Dadme los efectos de mi difunto padre.
—Tómalos y márchate, —dijo el mesonero —y dándole lo que guardaba de su padre, le dejó partir en paz.
Todo es útil
David, Rey de Israel, descansaba una vez en su diván, y mil pensamientos cruzaban su mente.
—¿Para qué existirán las arañas?—pensaba. —Sólo sirven para recoger y conservar el polvo, ensuciando las paredes y repugnando a la vista.
Entonces pensó en los locos:
—¡Qué seres más desgraciados! Sé que Dios ha creado y ordenado todas las cosas, pero esto está fuera de mi alcance. ¿Por qué nacerán hombres tontos o se volverán locos?
A todo esto le molestaban los mosquitos y pensó:
—¿Para qué serán buenos los mosquitos? ¿Para qué están en el mundo? Molestan en sumo grado y no hacen ninguna falta.
Pero después llegó a comprender que estos insectos y los demás seres cuyo nacimiento consideraba como una desgracia, vivían para su propio beneficio.
Cuando huía de Saúl, David fue apresado en tierra de los Filisteos, que lo llevaron ante su rey Gach, y afectando que estaba tonto, se libró de la muerte, pues el rey no creía que semejante persona pudiera ser el célebre David, según está escrito: «Y mudó su habla delante de ellos y fingiose loco en sus maneras y escribía en las puertas, dejando correr su saliva por su barba» (Samuel 21, 13.).
En otra ocasión, David se escondió en la cueva de Adullán y, cuando estuvo dentro, sucedió que una araña tendió su red en la puerta, de la cueva. Sus perseguidores pasaron por delante, pero pensando que nadie podía haber entrado en aquella cueva, pues la puerta estaba obstruida por la tela de araña, pasaron de largo.
Los mosquitos también prestaron un gran servicio a David, cuando entró en el campo de Saúl a cojerle la lanza. Cuando pasaba junto a Abner, que dormía, éste extendió una pierna que cogió debajo a David.
De moverse éste, hubiera despertado a Abner y hubiera sido hombre muerto, y de permanecer allí hasta la mañana, hubiera sido cogido. No sabía qué partido tomar, cuando un mosquito se paró en la pierna de Abner. Este la movió para hacer huir al mosquito y escapó David.
Entonces cantó David:
—Todo mi cuerpo cantará: Señor Mío, ¿quién será como tú?