Por Malba Tahan

LA PRIMERA RUPIA

(Cuento folclórico de Pakistán)

El hombre virtuoso es feliz en este mundo y es feliz en el próximo.
Es feliz en ambos. Es feliz cuando piensa en el bien que hace y
se siente más feliz aún cuando se encamina por el sendero del Bien.
(Aforismo budista del Dhammapada, o “Palabra de la Doctrina”)

Si quieres, mi buen amigo, viajar por las misteriosas tierras del Oriente, nada más simple. Ven conmigo. Elegí con cuidado, inspirado en su inmensa sabiduría, el derrotero que más nos conviene. Todo es muy simple y seguro. Escucha. Entraremos por el delta del Sind, cortando las ondas tranquilas del mar de Omán. Al final de cuatro días de fatigante y agitada jornada, encontraremos, más allá de la turbulenta Hyderabad, una pequeña ciudad, pintoresca y risueña, rodeada de espesas y tenebrosas florestas, donde los tigres acostumbran a bramar sus rugidos en las calmas noches de verano.
Esa pequeña y pintoresca ciudad se llama Seva. Por favor, nunca te olvides de ese nombre tan pequeño: Seva. Ésta es mi idea: parar exactamente a la sombra de los muros de la maravillosa Seva.
—¿Qué vamos a admirar en Seva? –preguntarás, seguramente. —¿Templos extraños? ¿Palacios suntuosos con columnas doradas? ¿Ruinas milenarias llenas de milenarias leyendas?
Nada de eso, hermanos de los árabes, nada de eso. Ni templos gigantescos, ni palacios deslumbrantes, ni ruinas dignas de la atención de los arqueólogos. Entre las estrechas calles de Seva, a la izquierda del mercado de las Tiendas Rojas, nos encontraremos con una casa de techo bajo, sin pintura, muy modesta (apenas una puerta y dos ventanas). Allí reside un sabio religioso llamado Raja Ramoda, hombre simple, acogedor y de mucha paz. De él vamos a oír una de las historias más sorprendentes de Pakistán.
—¿Una historia? ¿Una historia de Pakistán?
—Sí, amigo, una historia. No te sorprendas con esta revelación. Sólo observa. Subimos el Sind, el río de las aguas sagradas, enfrentamos mil peligros; huimos de las traiciones diabólicas de Hyderabad y todo esto con el único fin (tan prosaico) de oír una historia. Una historia de Pakistán. Para mucha gente sin creencia y sin amor a la fantasía, esa idea sería considerada como una extravagancia o una locura. Todos se engañan. Oirás con máxima atención esta emocionante historia narrada por el elocuente Raja Yadava Ramoda; y más tarde, dentro de quince o veinte años, le dirás a tus hijos y a los hijos de tus hijos, si te fue útil o no nuestra estadía junto a aquellas espesas y tenebrosas florestas “donde los tigres vienen a bramar sus rugidos en las noches calmas de verano”.
—¿Y la historia?
—¡Ah! Sí, la historia… Ya me estaba olvidando, se titula: La primera rupia. El docto Raja Yadaba Ramoda va a comenzar la narración. Estemos atentos. Nos encontramos en Asia, es verdad, en las fértiles tierras de Pakistán; pero aquí, como en cualquier otro recodo del mundo, nos sentimos siempre bajo la mirada de Dios.

¿Y la historia?
Ya mismo vamos a oírla, mi buen y presuroso amigo. Sólo espera unos momentos. Dos preceptos exige Dios del hombre puro y religioso: paciencia y resignación.

Larga es la noche para aquél que está de vigilia, en angustia;
penosa es la senda para el atormentado, sin esperanza;
triste es la vida para el necio que vive fuera de la Ley.
(Dhammapada, cap.V)

Sentado en un tosco banco, con la cabeza baja y los brazos cruzados, el sabio Raja Yadava Ramoda comenzó así su relato, con cadencia triste y fatigada:
—Aquí, en la tranquila Seva (hace ya muchos años), vivía un viejo y honrado mercader de alta casta, llamado Samuya, pero más conocido con el noble nombre de Krivá, que quiere decir hombre de una sola palabra.
Samuya, o Krivá, era viudo y tenía un solo hijo. El joven (figura central de nuestro relato) se llamaba Chana , mejor dicho, Chana Samuya.
Inmenso y chocante era el contraste que había entre el padre y el hijo. El viejo Samuya, hombre honrado y trabajador, era tenido en la más alta estima en Seva. Todos lo respetaban por su honradez, su lealtad inquebrantable y, principalmente, por su permanente preocupación por practicar el bien, dentro de la vida religiosa. Poseía en fin las cinco virtudes .
Mientras que el joven Chana, por muchas razones, se apartaba enteramente del modelo paterno. Es bastante triste decirlo pero Chana Samuya era caprichoso, vago y de pésimo comportamiento.
En su alma ensombrecida no llameaba el menor vestigio de virtud. Rara era la semana en que no agitaba la ciudad con algún tipo de desorden o una tropelía cualquiera. ¡Y cuánto disgusto causaba al corazón del bondadoso Krivá con su actitud!
Los jefes de familia detestaban al descarriado Chana; las personas de bien y de buena casta lo evitaban. “Ese joven, hijo de Krivá, —decían los más sensatos de Seva— va a terminar mal. Muy mal. En prisión, o en la horca. Vean: ya tiene dieciocho años y todavía no ha hecho nada serio. Es desobediente, ignorante y revoltoso.
Sí, todo era verdad. El joven arrastraba consigo los grilletes de tres gravísimos defectos: vago, ignorante y peligroso…
Pero un día, al caer la tarde, un siervo fue en busca del descarriado Chana con la misión de sacarlo por algunos momentos del bullicioso círculo en que se encontraba. Su padre quería hablarle, y tratar un asunto de extrema gravedad.
—Ve a ver enseguida qué es lo que el rico Samuya pretende, —voceó uno de sus compinches. –¡Y fíjate si puedes sacarle unas mil rupias, que tus amigos están muy necesitados! ¡Qué bien nos vendrían unos takits de oro!
Sorprendido el joven con el llamado paterno, pensaba qué sería lo que tendría para decirle. Dejó la guitarra, se arregló la ropa y salió para su casa. Atravesó el largo portón de hierro, luego el patio y se dirigió al aposento donde se encontraba su padre.
El ceniciento cielo de Pakistán mostraba la primera semana de invierno, y la tarde, bajo

la serenidad del crepúsculo, estaba fría, extremadamente fría .

El bien es como un jardín florido, lleno de encanto;
El mal es como una flecha envenenada que silba en medio de las tinieblas. (Dhammapada, cap.VIII)

Recostado en su lecho, con la cabeza apoyada en almohadas de terciopelo, el viejo Samuya meditaba. Todo allí parecía irradiar la tranquilidad acogedora de las cosas que viven a la luz de la bondad. A la derecha, al fondo del aposento, la chimenea estaba encendida. Las brasas crepitaba. Las llamas diseñaban en el aire retorcidas volutas de humo, rápidas, titilantes, como si el fuego quisiera calentar el mundo con un inmenso ímpetu abrasador.
Después de recibir al joven con una sonrisa triste, el anciano le habló así:
—Hijo mío, quiero hablarte por última vez de las cosas serias de la vida. Estamos ante un momento de extrema gravedad en nuestro rumbo por la tierra. Quiero informarte con paternal sinceridad de la situación. Estoy enfermo, con la salud profundamente quebrantada. No sé si viviré más de dos o tres meses en este mundo. El mensaje que yo traía para la vida ya fue llevado a destino . He hecho todo lo posible, hijo, para llevarte por el camino del bien, del trabajo y de la virtud; fuiste siempre sordo a mis consejos y amonestaciones, ciego a los nobles ejemplos que de mí y de mis amistades recibiste a cada paso en tu vida. Jamás quisiste estudiar; detestas el trabajo. Huyes de los buenos y procuras la compañía de los malos, de los cínicos y de los inútiles. Esos pésimos e incorregibles compañeros tuyos (amigos que en mala hora elegiste) pervirtieron tu carácter y ensombrecieron tu alma. ¿Qué eres hoy, finalmente? Un vago, un inútil, un joven detestado y despreciable. Y ahora siento que voy a dejar en este mundo, para deshonra de mi nombre y de mis antepasados, un hijo que todos señalan como un desecho de la sociedad.
En este punto, el enfermo hizo una pausa, miró las llamas vivas del hogar y luego prosiguió con serena melancolía:
—Bien sabes, hijo, que soy dueño de inmensas riquezas, y ese patrimonio representa cincuenta y tantos años de trabajo honrado y mucho cansancio. Tengo varios predios en Karachi ; inmensos campos de cultivo en la provincia de Khaipur ; tres buenas tiendas de comercio en Hyderabad; veintiún barcos de mi empresa recorren el Sind, en el transporte de arroz; son mías todas las tierras ricas y fértiles que rodean el Munchur ; cuento aún con un muy próspero banco en Singapur. Y por tu situación de hijo único, eres el heredero de todos mis bienes, de todas mis propiedades. ¿Qué sucedería, entonces, si toda esa riqueza cayese en tus manos? Sería dilapidada en fiestas y orgías degradantes. Mientras que, con el patrimonio que poseo, podrías vivir tranquila y holgadamente hasta el último día de tu vida.
Otra pausa. Krivá miró a su hijo, que lo escuchaba de pie, en silencio. Y luego volvió los ojos hacia el hogar donde las llamas crepitaban. Después de pasar su mano por la cabeza, el anciano retomó la palabra:
—Convencido estoy de que sería una injusticia y también un mal irreparable dejar la más mínima parcela de riqueza en tus manos envilecidas. He decidido, por tanto, desheredarte. Y así, cuando yo haya cerrado mis ojos, quedarás en la miseria. Sin medio aná para el pan. Sin medio ana para la ropa o para el techo, tendrás que trabajar como un sudra o mendigar por las aldeas. Hacer trabajos forzados en las minas, o vegetar en los patios de los templos. Vida de sufrimiento; vida de expiación. Pero, sin embargo, quiero ofrecerte una última oportunidad. Oportunidad sólo dictada por mi corazón de padre: dentro de tres días, repito, dentro de tres días a partir de mañana, tendrás que haber ganado una rupia con tu propio trabajo. Presta mucha atención: ganar una rupia con tu propio trabajo. Si hicieras eso, dentro del plazo que te doy, serás declarado y nombrado heredero de todos mis bienes y serás rico, portentosamente rico, y podrás vivir exquisitamente, hasta tus últimos días. De lo contrario, serás desheredado sin remisión y dejado en la mayor indigencia. Espero que no pierdas esta oportunidad. Ahora vete.

No sigas la ley del mal, no vivas en la oscuridad.
La felicidad del hombre está en la Verdad y no en la Mentira.
(Dhammapada, cap.XIII)

La decisión de su padre impresionó profundamente al joven Chana. La posibilidad de ser desheredado y dejado en la miseria sólo podía ser tenida en cuenta como verdad.
—La situación es realmente grave, —pensó. —Por algo mi padre es llamado Krivá, el hombre de una sola palabra. ¡Lo que él dice, él lo hace!
Y concluyó pensativo: —Voy a tratar de ganar una rupia con mi propio trabajo.
Volvió el joven a la compañía de sus indignos amigos y uno de ellos lo interpeló así: —Y, ¿qué pretendía de ti el viejo Samuya?
¿Para qué ocultarle la verdad? Chana le contó la resolución amenazadora de su padre, mencionando como condición para no quedar en la ruina, que le llevará dentro de tres días una rupia ganada con su propio trabajo.
—¡Una rupia! –chasqueó Soalf , uno de sus vagos amigos. –¡Qué idea más tonta! Tú, querido Chana, podrás resolver fácilmente el problema y atender al capricho senil de tu padre con una salida muy sencilla.
—¿Dime pronto qué sugieres? –preguntó Chana.
—Muy simple –dijo Soalf —, aquí tienes una rupia. Te la presto. ¡Cuando recibas tu herencia tendrás que devolverme diez! Mañana, al caer la tarde, irás a los aposentos de tu padre y le darás al crédulo Samuya esta rupia diciendo muy seriamente: “Aquí tienes, padre, ¡la rupia que gané con mi propio trabajo!” ¡El viejo no tendrá motivos para dudar de tu palabra y habrás ganado el desafío! La herencia de los Samuya será tuya. ¿Qué te parece?
Concordó Chana con la propuesta de su amigo Soalf y aceptó la rupia prestada. ¡Más tarde le devolvería diez!

El necio que desprecia la Ley y sigue una doctrina falsa
prepara su propia destrucción. (Dhammapada, cap.XII)

Al día siguiente, al caer la tarde, Chana entró en el aposento de su padre.
—¡Su bendición, padre! –dijo con voz pausada.
—¡Que Dios te bendiga, hijo mío! —respondió el anciano.
—Aquí está, padre, la rupia que gané hoy con mi propio trabajo.
Y Chana, con el mayor descaro, entregó a su padre la rupia que en la víspera había recibido de su indigno amigo.
El anciano tomó la moneda en su mano y en silencio la contempló atentamente, de un lado y del otro. Balanceaba su levedad en la palma de su mano como si quisiera sentir el peso de la moneda.
La tarde estaba fría, muy fría. En el fondo de la sala, el hogar estaba encendido; el fuego crepitaba y las llamas erguían en alto sus lenguas rojizas.
El juicioso Krivá miró a su hijo y a la moneda, y después nuevamente al fuego. El joven esperaba de pie, inmóvil, la decisión paterna. El fuego hacía estallar la madera y tiraba al aire chispas refulgentes.
—Mi hijo –exclamó de súbito el anciano, como si hubiera recibido una inspiración celeste. –¡Mi hijo! ¡Esta rupia no fue ganada con tu propio trabajo!
Y habiendo proferido estas palabras, irguió la mano y, con un gesto rápido y seguro, arrojó la moneda al fuego.
Avergonzado por la verdad, Chana no reclamó ni protestó. Bajó la cabeza y se retiró humillado.

La vida es fácil de vivir para un hombre que no se avergüenza.
(Dhammapada, cap. XVIII)

A la noche, el desjuiciado Chana volvió a la compañía de sus pésimos amigos.
—¿Y? –indagó Soalf, dándose ya el crédito —. ¿Conseguiste engañar a tu padre? ¿Venciste a tu padre en el primer día?
Chana relató el fracaso y la vergüenza que sintió al oír la verdad cortante: “Esta rupia no fue ganada con tu propio trabajo.” Y cómo el padre había tirado al fuego la rupia de Soalf. El plan había fracasado.
—Sabía que eso iba a suceder –rezongó Onicic , otro de los vagos integrantes del grupo. –¡Era una idea fatal! Ya me lo suponía.
Y, como Chana lo mirase sorprendido, el deshonesto Onicic agregó, perfilando una sonrisa sarcástica en su cara ulcerada de vicios:
—Escucha bien: fuiste a ver a tu padre, después de un largo día de trabajo, fresco y ligero como un niño recién despierto. Por supuesto que tu padre iba a darse cuenta de que era una mentira. Y el viejo hizo mal en tirar la rupia al fuego. Debía haberla tirado en tu cara, para enseñarte a ser inteligente y práctico.
Y sacando una rupia de su bolsa, se la entregó a Chana diciendo con su cínico y petulante aire de inteligencia:
—Aquí está mi préstamo para que tu victoria, en la competencia impuesta por tu padre, sea completa. Pero no procederás tan ingenuamente como lo hiciste hoy. Mi plan no podrá fallar. Escucha bien. Mañana, al caer la tarde, próxima ya la hora de terminar el día, te harás una corrida por la margen del Sind hasta el bazar de los pescadores; rodarás por el suelo dos o tres veces junto al puente; y cuando estés lo suficientemente sucio, sudado y fatigado, irás a ver a tu padre. Entonces le dirás, como un hombre exhausto que trabajó sin parar todo el santo día: “¡Aquí está, padre, la rupia que gané con mi propio trabajo!” Al notar la tierra en tu ropa, las rasgaduras en tu camisa y percibir el cansancio en tu voz, tu padre aceptará la rupia, como una rupia ganada con tu propio trabajo. ¡Pero no te olvides: luego que recibas la herencia tendrás que pagarme cien! Diez por el préstamo tan oportuno y noventa por el sabio y acertadísimo consejo que acabo de darte.
Aceptó Chana la rupia de Onicic y halló que la idea, un tanto extravagante, de simular el haber trabajado todo el día, era acertada. ¡Una carta infalible!

Aquel que dice lo que no es verdad, va al infierno;
también aquel que no habiendo hecho una cosa, dice que la hizo.
(Dhammapada, cap.XVII)

Al día siguiente, el segundo del plazo, al caer la tarde y después de haber pasado el día en la indolencia y en la vagancia, el joven Chana vio llegada la hora de correr por las calles hasta el Sind y revolcarse por el suelo. La simulación debía ser perfecta. Los pescadores, que retornaban del trabajo con sus redes, se paraban a ver espantados al joven hijo de Krivá, que parecía alucinado. Dos o tres veces se tiró al suelo y rodó por la tierra, revolcándose como un chacal sobre la espalda.
Terminada su vergonzosa actuación, se fue a ver a su padre. La tarde dibujaba en el cielo de Pakistán una tela de indescriptible belleza. Un frío cortante, afilado en las ondas del mar de Omán, barría las calles y se filtraba por las grietas.
El anciano, como siempre, se encontraba recostado en su lecho. Al fondo, el hogar encendido con fuego vivo, trazaba arabescos extraños.
Chana entró. Las vestiduras desaliñadas llenas de tierra, sucias las manos y el rostro; y dijo, con la voz y la respiración entrecortadas por el esfuerzo y el cansancio:
—¡Su bendición, padre!
—¡Que el Eterno te bendiga, hijo mío!
—Aquí está, padre… —declaró Chana, entregando la moneda en la punta de los dedos –aquí está… —su pecho se hundía de cansancio—, aquí está la rupia… la ru…pia que ga…né –la fatiga lo forzaba a balbucear –con… con mi propio… trabajo…
El viejo Samuya, exactamente como lo hiciera en la víspera, recibió la moneda de su hijo y se puso a examinarla con calma. Observó atento una de sus caras; la dio vuelta entre sus dedos y la miró del otro lado. Sopesó la moneda, balanceando suavemente la mano por encima y por debajo.
La tarde estaba fría como suelen ser frías las tardes de Seva. (¡Qué frío, mi Dios, qué frío!). En el fondo de la sala, el hogar ardía con un fuego intenso; las llamas arrojaban reflejos rojos por las paredes y por el suelo. El joven, con la mirada baja, la respiración cansada y sibilante, aguardaba, en silencio, la sentencia paterna.
Y Krivá miró a su hijo, miró la moneda y volvió a mirar el fuego. ¿Había percibido la torpe actuación que aquella rupia representaba? (¡Cómo son de frías las tardes de invierno en Seva!)
—¡Mi hijo! –exclamó serenamente el anciano, con su decisión inapelable, severa y ruda. –¡Mi hijo! ¡Esta rupia no fue ganada con tu propio trabajo!
Y después de haber proferido estas palabras (como hiciera la tarde anterior), con un gesto rápido y seguro, tiró la moneda al medio de las llamas.
Era aquella la decisión de Krivá. Chana no protestó, no reclamó. Bajó la cabeza y se retiró humillado. Con la actuación indigna, dictada por su indigno compañero, no consiguió engañar a su padre. La segunda rupia engañosa siguió el mismo camino que la primera y fue a parar al fuego, llevando el peso de su infamia.
¿Qué hacer? Había perdido el segundo día del plazo. Restaba un día, apenas un día. Y el viejo Samuya era el Krivá, el hombre de una sola palabra. El joven, al regresar, sintió los pasos fríos de la miseria pisando su sombra.

Agradable es la virtud que llega hasta la vejez,
Agradable es la fe que tiene raíces profundas.
Dhammapada, cap. XXIII

La calle estaba oscura. Desolado por el fracaso de su segundo día, perdida la segunda rupia, profundamente triste y aterrado, se dirigió el joven Samuya a la Plaza de los Tintoreros (punto preferido donde se juntan los vagos y desocupados), cuando oyó que alguien lo llamaba por su nombre:
—Chana. Chana. ¿A dónde vas?
Chana se detuvo. Un bulto se destacó en la sombra y se acercó hacia él. El joven lo reconoció. Era el prudente Gaimo , viejo amigo de su padre, que fuera maestro suyo de las primeras letras años atrás, y Chana sentía cierto respeto y amistad por el antiguo profesor. Entre las personas honradas de Seva, el viejo Gaimo, hombre de recto carácter, era el único que tenía alguna simpatía por Chana y podía sonreírle con bondad.
—Voy hasta la plaza –respondió, cabizbajo y pesaroso. –Tengo que conversar con mis amigos. Quiero distraerme un poco. Me siento afligido y preocupado.
—¿Afligido? ¿Preocupado? –indagó Gaimo. – ¿Qué sucedió contigo?
Chana resolvió contar a su antiguo maestro todo lo que le ocurría. (Ya sentía remordimientos en su corazón.) Narró la grave exigencia de su padre y, luego, sus dos tentativas fracasadas. La primera, sugerida por Soalf, y la segunda, la burla miserable inspirada por Onicic.
Y concluyó, escondiendo la cabeza en su pecho y dejando caer los hombros con desaliento:
—Nada más me resta. Estoy perdido. ¡Me siento condenado a la miseria!
—Y, ¿quién dice que eso es así? —protestó el juicioso Gaimo, apoyando su mano en el hombro de su discípulo. –No considero tu caso perdido. Al contrario. Te juzgo salvo. Te aseguro que estás salvo. Cometiste, a mi ver, dos graves errores, imperdonables. Mentiste a tu padre. Y mentiste dos veces. Mentirle al padre es una infamia y una torpeza. Al padre no se le miente. No se le miente de ninguna forma. Fuiste, es claro, mal aconsejado. Pérfidos amigos te llevaron a practicar la bajeza de mentir, cuando debías, ante tu padre, decir la verdad. Escucha, mi querido Chana, de acuerdo con el plazo fijado por tu padre, el Krivá, te resta todavía un día. Deja a tus amigos indignos y piensa en tu vida, en tu futuro y en tu padre. Trabajarás mañana, trabajarás como un hombre de bien; ganarás tu rupia y serás digno de tu nombre. Quedarás así rehabilitado para la vida. Vuelve, mi amigo; vuelve a tu casa. Precisas descansar esta noche, para que mañana, lleno de ánimo, puedas ganar tu rupia. ¡Será, afirmo por el nombre del Eterno, la primera rupia ganada honestamente con tu propio trabajo!
Y, después de abrazar cariñosamente a su antiguo discípulo, se retiró, desapareciendo en la oscuridad de la noche.

La dádiva de la Ley excede todas las dádivas;
La dulzura de la Ley excede todas las dulzuras;
El placer de la Ley excede todos los placeres.
Dhammapada, Cap. XI

Al día siguiente, al romper el alba, Chana se levantó, se vistió y salió. Precisaba comenzar bien temprano.
“Antes del mediodía, pensó, ya habré ganado una rupia con mi propio trabajo.”
Chana quería alejarse de la ciudad. “No quiero encontrar a nadie conocido, reflexionó. Es mejor que vaya a los campos de Kotri.”
Al caminar por la carretera, divisó varios hombres que se preparaban para la recolección de la juta. Algunos carpían la tierra mientras otros lidiaban con el replantío. Chana se presentó al jefe, se ofreció para el servicio y fue aceptado. Se vio forzado a trabajar en el lodoso pantano que, en algunos lugares, le llegaba a la cintura. Trabajó activamente durante más de dos horas. A su lado, algunos hombres, olvidando sus angustias, trabajaban cantando, mientras otros lo hacían en silencio, y otros taciturnos y tristes.
En cierto momento, el capataz, un hombre de rostro fruncido, se acercó a él y le espetó:
—Oye, rapaz, el recolector que estabas reemplazando ya llegó. No precisamos más de tus servicios.
Y agregó, con tono seco, su despedida irrevocable:
— Tienes poca práctica y necesitamos hombres muy activos y experimentados. —Y le dio por todo pago, cuatro anas.
Chana recibió las monedas en la palma de su mano, miró las cuatro monedas y reflexionó, desolado:
—¿Qué puedo hacer con estos cuatro anas? Preciso una rupia.
Estaba nuestro héroe meditando sobre eso, decidido a encontrar un nuevo trabajo, cuando vio un alfarero gordo, de cara risueña, que giraba una rueda de amasar el barro. Chana se volvió a ofrecer de la misma forma que antes para el trabajo y el alfarero aceptó.
—¡Gira la rueda, amigo!— dijo, alegremente el alfarero. –Preciso preparar ladrillos para construir, dentro de tres días, dos maizales!
Trabajó Chana algún tiempo, pero antes de la hora de la media sombra , el alfarero de cara redonda resolvió parar la rueda y pagó por el trabajo realizado, otros cuatro anas.
—Cuatro más cuatro, ocho. – ¡Ocho anas! – pensó Chana. ¡Ya gane ocho anas! ¡Media rupia! Pero preciso ganar una rupia entera. ¡Una rupia con mi propio trabajo!

Sigue la Ley de la virtud, no sigas la del pecado.
Los virtuosos descansan en la bienaventuranza en este mundo y en el otro. Dhammapada, cap. XIII

Dejando el servicio del alfarero, Chana resolvió caminar otra vez por la carretera en busca de nuevas tareas. En un momento dado, vio a un hombre de tez colorada, harapiento, que venía hacia él, trayendo en el hombro un atado de hierbas.
El hombre lo reconoció:
—¿No eres, acaso, Chana, el hijo del viejo y honrado Krivá?
—Sí –respondió el joven. – Soy el hijo del honrado Krivá.
—¿Quieres quedarte con estas hierbas aromáticas? Son del Punjab. En el mercado pueden darte un buen precio por ellas. Las vendo todas por media rupia. ¿Te sirve el negocio? Preciso volver a casa, pues tengo a mi hijo enfermo y mi esposa se fue ayer a Karachi a visitar a unos parientes.
—Acepto –respondió Chana. –Te compro las hierbas por media rupia.
Y entrego al hombre los ocho anas que había recibido por su trabajo.
Tomando las hierbas, se dirigió Chana al mercado. Se colocó junto a la entrada principal y, con la mayor naturalidad, comenzó a pregonar su preciosa mercancía:
—¿Quién quiere comprar hierbas aromáticas? ¡Finísimas son! ¡Sin igual en esta tierra! ¿Quién me compra estas hierbas?
Los hombres que pasaban se mostraban a veces interesado. Miraban, sonreían a Chana y seguían adelante. Pero, al final, ¿quién quiere comprar hierbas aromáticas cuando en la casa falta el aceite para la lumbre, o el pan para la comida?
Chana decido a vender, a ganar su rupia, no se desanimaba:
—¿Quién compra estas deliciosas hierbas aromáticas? ¡Hierbas aromáticas del Punjab! ¿Quién compra?
A lo largo de la calle, barrida por el viento, el sol abrasaba . Pequeñas mariposas de alas amarillas volaban sin destino.
Un hombre alto, con turbante de seda, al pasar y ver al joven, se paró y comentó en voz baja a su acompañante:
—Si mucho no me equivoco, este joven que vende las hierbas aromáticas es el hijo del rico Samuya, el Krivá. Me sorprende verlo aquí, trabajando en el comercio, entre los mercaderes de feria. Siempre me pareció vago e inútil. El viejo y bondadoso Samuya debe sentirse feliz de saber que su hijo cambio de vida.
Chana continuaba, incansable, proclamando las virtudes incomparables de sus hierbas:
—¿Quién desea hierbas finas? ¡Son de aroma duradero! ¡Muy preciosas para la comida! ¿Quién me compra estas hierbas aromáticas?
Pasó, finalmente, una mujer de rostro velado, ricamente ataviada, seguida por dos esclavas indias. Traía en la cabeza una bella diadema de Bahawalpur , y su vistoso manto de seda, cayendo en largos pliegues, le llegaba hasta el suelo. Al caminar, el ruido de sus polleras llamaba la atención. Era una opulenta musulmana que dejaba todas las mañanas el harem de su esposo y corría al mercado en busca de prendas, perfumes y collares finos.
Al ver al joven Chana con su atado de hierbas, la musulmana de la diadema se le acercó y le preguntó con aire provocativo:
—¿Cuanto quieres, joven said , por tus hierbas?
Con una sonrisa amable, Chana le respondió:
—¡Señora, en otra situación, yo le daría todo el atado a cambio de su simpatía y nada más! Pero hoy me veo forzado a venderlas. Preciso una rupia. Una rupia tan sólo.
—¡Una rupia! –protestó con soberbia impertinente la desconocida. —¡Por Alá! ¿Una rupia por un atado de hierbas? ¡Esto es un delirio, joven! Ni que fuese incienso fino de Hojai . Allá, en el otro extremo de la feria, unos hombres de Batakundi ofrecen hierbas de olor a tres anas cada atado.
Y cortaba las palabras con estallidos de risa. El sarcasmo brillaba en sus ojos.
—Pero, señora… —balbució Chana —…, preciso una rupia.
—Ya, ya… —lo paró la musulmana, mirándolo desde arriba. –¡Qué me importa a mí si precisas una rupia, cinco o veinte! Las hierbas de olor aparecen ahora entre los traficantes del sur, por un precio muy bajo. Por lo que veo, eres nuevo aquí. No conoces bien el comercio y no sabes como andan las cosas. Las rupias son raras y difíciles de ganar. Pero deseo ayudarte. Te pago doce anas por tu atado seco y mezquino. ¿Aceptas mi propuesta?
Chana reflexionó aprensivo. Si las hierbas que él había comprado en la calle por media rupia, nada valían, lo mejor sería venderlas a la primera oferta, y sin dudar, aceptó los doce anas de la exuberante musulmana de rostro velado y le entregó todo su atado “seco y mezquino”, como lo había llamado.
La dama de la diadema de oro se alejó, llevándose las hierbas aromáticas. Un hindú alto, magro, y de rostro pálido, que estuvo observándolo todo discretamente, tomó al joven Chana por el brazo y le dijo con aire importante:
—Hiciste un mal negocio, amigo. Un pésimo negocio. Esa islamita gorda, con la diadema en la cabeza, te engañó. Vio en ti a un novato y resolvió explotarte. No quise intervenir en la venta para no parecer inoportuno. Pero tus hierbas de Punjab podían venderse hoy mismo por dos o tres rupias. No aquí, pero en la calle de los perfumistas, donde los árabes pagan buen precio por las raíces y las plantas aromáticas, sí. Sé que eres nuevo en el oficio, así que mejor que tengas mucho cuidado. Mucho cuidado. Quien desea trabajar en el comercio, precisa estudiar detenidamente los precios de las mercaderías, sopesar con atención los deseos y caprichos de los compradores, consultar el interés predominante del momento, informarse bien de la producción y de las mil otras cosas que hacen variar las cotizaciones, bajar o subir los precios.
Chana agradeció los consejos y advertencias del hindú, contó con cuidado los doce anas, uno por uno, y se preparó para dejar el mercado. Precisaba ganar cuatro anas más para completar la rupia. ¡Una rupia ganada con su propio trabajo!
“Voy a buscar un trabajo fuera de aquí. El comercio, con sus confusiones de precios, con sus múltiples problemas, no me interesa”, pensó.

Enseña, enseña siempre, y estarás aprendiendo también.
Dhammapada, cap. III

Ya estaba bien alto el sol cuando Chana se dirigió a la carretera, tomando el camino de la aldea de Korti, donde esperaba ganar, con su propio trabajo, lo que le faltaba para llegar a los 16 anas.
Bajo una gran higuera, en la curva del camino, avistó a un hombre de barba blanca, con la cara llena de arrugas, que se hallaba sentado en una piedra, teniendo en la mano una hoja llena de caracteres extraños.
Chana saludó al anciano y le preguntó, receloso, si precisaba alguna cosa.
—Sí –respondió el viejo—, estoy a la espera de alguien que me enseñe a leer esta carta escrita por mi hijo.
—No se haga problema – respondió Chana. —Yo mismo puedo ayudarlo. Se leer cualquier escrito.
Y el joven leyó la carta escrita en caracteres árabes, traduciendo palabra por palabra. Algún que otro término en urdu necesitaba explicación y Chana aclaró al viejo todos los puntos oscuros. El anciano se alegró con las buenas noticias que le leyó, pues el hijo ausente avisaba que en breve regresaría de Karachi, donde estaba trabajando con su tío hacia ya cinco años, y le decía: “Sus preocupaciones pronto van a terminar, pues dentro de dos semanas estaré a su lado, padre.”
Por la tarea de haber leído la carta, Chana recibió del viejo un ana, tres bollos de manteca y un pedazo de pan de centeno. Bollos y pan que él saboreó con mucho apetito, pues hacía rato que se sentía aguijoneado por el hambre.

Aquel que antes era liviano y sin cuidado y se vuelve calmo y juicioso,
ilumina este mundo tal como la luz del sol libre de nubes.
Dhammapada, cap. XI

Chana juntó en la mano el dinero ganado y contó otra vez todas las moneditas:
—¡Trece anas! ¡Poco me falta para ganar una rupia! ¡Preciso trabajar más!
En ese momento avisó a un burrero malayo, que caminaba lentamente por la carretera empujando a su burrito por las piedras. Cansado por la jornada, el burrero gritaba y azuzaba:
—¡Vamos! ¡Por las barbas del Profeta ! No sé que tiene este animal que no quiere andar.
Chana miró al burrito con detenimiento.
—Espera, amigo –le dijo al burrero. –Me parece que tu burro está herido. Tiene algo en la pata.
—¿En la pata? –preguntó extrañado el hombre y se detuvo.
—Sí, en la pata. Una espina, supongo…
El joven se arrodilló y tomó una de las patas del burro y rápidamente le arrancó la espina que tenía clavada. Después, le lavó la herida y lo vendó cuidadosamente con una tela. Sin ese cuidado, seguramente el animalito habría quedado inutilizado para el trabajo.
El burrero quedó encantado con el auxilio de Chana y, en agradecimiento, le dio por el servicio, una insignificante monedita, un ana.
El joven agradeció al buen viejecito y contó, o mejor recontó, con ansioso interés, el dinero que hasta ese momento llevaba ganado con su propio trabajo:
—¡Catorce anas! ¡Sólo me faltan dos anas para completar la rupia! ¡La primera ganada con mi esfuerzo!
En la curva del camino, ya cerca de la aldea de Korti, Chana vio junto al río, a la sombra de unos viejos tamarindos, un grupo numeroso de viajeros. De lejos se oía un rumor de pasos y de voces.
Le preguntó a un árabe que pasaba con un largo turbante amarillo, medio desflecado.
—Son peregrinos musulmanes –respondió el informante. –Van a asistir, más allá del río, a las fiestas del aniversario del Profeta. Los remeros son pocos y es por eso que la travesía se está demorando.
—¿Y el encargado del transporte precisa remeros? –indagó Chana.
—¡Por supuesto que sí! –aseguró el árabe del turbante amarillo. –¡Si quieres ganar dinero, sólo tienes que remar!
Chana no perdió el tiempo. Corrió veloz hasta el embarcadero, buscó, sin demora, al encargado del transporte de los peregrinos y se ofreció como remero.
—Acepto –dijo enseguida el encargado —, pero debes saber, amigo, que por viaje de ida y vuelta sólo pago medio ana. ¡Es el precio! ¡Ni un grano de trigo más!
“¿Medio ana por dos viajes?”, pensó Chana. El sol estaba a media altura en el cielo. Y él, para completar la rupia, debería hacer cuatro viajes completos.
“Tengo tiempo”, pensó, tenso por la preocupación que lo dominaba. “¡Voy a ganar con estos remos, los dos anas que me faltan!”
Escogió unos de los botes, tomó un par de remos y comenzó a transportar a los peregrinos.
Rema que te rema, braceó Chana sin parar la tarde entera. Al final de las ocho travesías, muy cansado y con las manos heridas, Chana recibió de su empleador temporario, el pago de los dos anas prometidos (¡ni un grano de trigo más!)
Chana, extenuado, con las manos temblorosas, contó las monedas recibidas: ¡Dieciséis anas! ¡Una rupia! ¡Había ganado, ana por ana, una rupia con su propio trabajo!
Se sentía orgulloso, excesivamente orgulloso consigo mismo. En ese momento, una alegría infinita le llenaba el corazón por el radical cambio de vida.
En el cuerpo le pesaba la extrema fatiga, se sentía hambriento, sediento, y tenía las manos heridas y las ropas sucias, pero Chana se sentía más alegre y radiante que nunca. Tenía deseos de cantar, de gritar. Gritar por los campos, por las calles, en el medio del río, para que todos lo oyeran. Que oyeran esta tremenda verdad:
—¡Vean todos! ¡Gané una rupia con mi propio trabajo! Aquí está. Una rupia ganada con mi esfuerzo.

No tengas por amigos a los que practican malas acciones,
No hagas amigos entre las personas de sentimientos bajos.
Procura hacer amigos entre los virtuosos.
Que tus amigos sean hombres de bien.
Dhammapada, cap. VI

Y Chana, a grandes zancadas, ganando la calle, emprendió el regreso a su casa. Mientras caminaba, pensaba:
“Trabajé de verdad, y sin parar, el día entero. Veamos: trabajé en agricultura, recogiendo juta en los pantanos; trabajé en el comercio, vendiendo, en el medio de la confusión, las hierbas aromáticas; trabajé como profesor, enseñando al viejo analfabeto a leer la carta de su hijo; trabajé como veterinario, curando al pobre burro que andaba herido por la carretera; trabajé en el transporte, conduciendo a los peregrinos musulmanes a la otra margen del río. Di hoy todo mi esfuerzo y mi trabajo a los principales ramos de la actividad humana. ¡Mi padre va a sentirse orgulloso de mí! Dejé la vida inútil, de vago, y me uní a la legión de los hombres que trabajan, de los hombres que producen, de los hombres dignos y útiles a la sociedad!”
Y, a pesar de la inmensa fatiga, caminaba apresurado, pues el sol, reluciendo entre nubes rosadas, comenzaba a recostarse sobre el horizonte.
Al aproximarse a Seva, el joven repetía, con jubiloso, siguiendo la pista de su devaneo:
“¡Mi padre va a sentirse orgulloso de mí!” Y apretaba, cauteloso, en la mano herida y dolorida, los dieciséis anas que tan duramente había ganado con su trabajo.
Ya bien cerca de su casa, al atravesar la vieja Plaza de los Tintoreros, avistó a dos de sus antiguos compañeros. Eran dos de los rufianes tramposos del grupo, hermanos de Soalf.
Chana no los saludó.
“¡No puedo tener amistad con gente de esa especie!”, pensó. “¡Son tipos vacíos, mentirosos e inútiles! ¡Ahora soy un hombre de bien, de carácter; un hombre de trabajo!”

Líbrate del mal, sigue el camino de la virtud, practica la justicia
y serás glorificado.
Dhammapada, cap VIII

Ya se veía el rojo disco del sol, tocando leve la inmensa curva del horizonte, hiriendo la Tierra con sus últimas flechas de luz, cuando Chana entró, con paso firme y la cabeza erguida, en el aposento en que se encontraba su padre.
—¡Su bendición, padre! –dijo al llegar.
—¡Que el Eterno te bendiga, hijo! –respondió el anciano.
Depositó Chana los dieciséis anas en la mano de su padre y declaró, con voz pausada y llena de emoción:
—Aquí está, padre mío, la rupia que gané, hoy, con el fruto de mi propio trabajo.
La tarde estaba fría. El hogar, como siempre, estaba encendido y el fuego crepitaba. Las llamas hacían volutas en el aire.
El viejo Samuya tomó en sus manos los dieciséis anas y se quedó por algunos instantes en silencio, observando las pequeñas monedas. Las contó y las recontó. Sí, allí había una rupia.
El rapaz, con los brazos cruzados, trémulo de frío, aguardaba la decisión paterna. Estaba tan emocionado, tan conmovido que las lágrimas le corrían por las mejillas.— Chana lloraba, mas lloraba de alegría, lloraba como un hombre, por la gran victoria alcanzada. El corazón le batía descompasado.
El anciano, en silencio, se puso a mirar a su hijo, observándolo con meticuloso cuidado, de la cabeza a los pies. El joven tenía las manos heridas, la ropa sucia y desaliñada. Había sangre en su blusa. Parecía pálido y abatido. Observó, de nuevo, los dieciséis anas estampillados en su mano y, finalmente, miró el crepitar de las llamas en el hogar.
(¡Cómo son suaves, silenciosas y frías las tardes de invierno en Pakistán!)
Pasados unos instantes, el anciano tomó entre sus dedos las moneditas, irguió la mano y, con un gesto rápido, las tiró al fuego, proclamando con voz grave su severa decisión:
—¡Hijo mío, esta rupia no fue ganada con tu propio trabajo!
—¡Padre! – bramó el joven, en incontenible protesta.
—¡Ah! –exclamó el viejo Samuya, con una sonrisa en la boca. –¡Ah, hijo mío! ¡Entonces sí fue ganada con tu propio trabajo! Tu protesta, sincera y expresiva, es la prueba más contundente. Las dos veces anteriores, cuando tiré la moneda al fuego, nada dijiste. Pero esta vez protestaste. ¿Por qué? Porque hoy, hijo mío, recibiste una gran y sabia lección de vida: el dinero ganado con el propio esfuerzo no debe ser tirado, como algo sin valor, al fuego del desperdicio.
Y después de una breve pausa, el noble Krivá prosiguió con énfasis:
—Sólo el trabajo honrado ennoblece al hombre. Por el trabajo, únicamente por el trabajo, puede el hombre servir; servir a la familia, servir a los amigos, servir a la sociedad. Aquel que no trabaja, no sirve. Trabajar es servir. Servir es trabajar. Ahora que eres un hombre de trabajo, no tengo ninguna duda en dejar toda mi fortuna en tus manos. ¡La riqueza por mí acumulada, entregada a un hombre de bien, de carácter firme, será una fuente de incalculables beneficios para la sociedad y para la patria!
Y remató conmovido:
—¡Chana! ¡Mi hijo bienamado! ¡Siento orgullo de ti! ¡Ganaste, hoy, y para toda la vida, la primera rupia con tu propio trabajo!